Paciencia.

Chapoteaba en los charcos con sus botas amarillas.
Y me empapaba, que era lo peor de todo. A mí y a mi cigarro.
Me daban ganas de coger sus botas, hacérselas tragar, y que le quedaran atravesadas en la garganta, como una serpiente atragantada con un conejo. Y me quedaría mirándola hasta que sus gruñidos y gritos ahogados de socorro se desvanecieran para siempre. Pero era imposible matar a una chica tan guapa, con esa risita nerviosa tan cristalina, que te daban ganas de comértela. Entonces, y sólo entonces, me resigné y metí las manos en los bolsillos, en silencio, mientras mi ropa parecía recién salida de la lavadora, y mi rostro goteaba.

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