1960.

Me rendí, quizá no debí hacerlo. A lo mejor debía seguir gritándole, intentando pegarle sin obtener resultados, porque él me agarraba de las muñecas firmemente. Y por rendirme, le perdí.
"No hay manera de solucionarlo" dijo antes de irse. Ella le esperaba en aquel lujoso coche, en el que nunca me había llevado. Con su bonito tocado, ropas nuevas, y labios impecables bañados en carmín.
Ella era mejor que yo, siempre entre el horno y la sartén, con un triste mandilón gastado por el paso del tiempo. Era normal que para él ya no fuera atractiva. Ya no era aquella niña de diecisiete años que usaba calcetines blancos y faldas de tonos pastel. Pero no todo fuera mi culpa. Si estaba tan desmejorada era para atenderle a él, consentirle sus caprichos, y tenerle todo listo a la vuelta del trabajo.
Pero él no se fijaba en esos pequeños (¿qué pequeños? ¡gigantes!) detalles,no, él se desabrochaba la corbata y se recostaba en la butaca, mientras encendía el televisor, ansioso de una cena. Y yo le llevaba la cena. Pero no le importaba la cena, no le importaba que llevara cocinando dos horas y tuviera todo limpio, sólo le importaba que llevara un vestido bonito y oliera a perfume francés.
En resumen, se fugó.
"Ya no te arreglas para mí, ya no eres atractiva" se excusó.
Y la furia me inundó. Quería dejar mi ropa hecha jirones y preguntarle si ya no era atractiva, si de verdad no lo era.
Y pasó algún tiempo, y no se si fue por dolor, por la pérdida, que me empecé a arreglar, a pintarme, y a todas esas cosas que se gastan las chicas guapas.
Un día nos encontramos por la gran avenida. Los dos íbamos sólos. Y por casualidad, yo llevaba esa falda que tanto le gustaba. Me invitó a un té, y bueno, acabé en la cama de su apartamento. Ya no estaba con esa muchacha con los labios del color de la sangre, se acostaba con todos los hombres.
Y volvió conmigo.
Pero desde aquella él hace la cena.